En la sala la gente se
acumula para ver esta nueva versión de la obra que dirige Mayra Bonard, con
otros intérpretes que le dan media vuelta a los sentidos. El público oscila
entre varias generaciones, tal es el poder que convoca.
La invitación a entrar en la
dimensión del cariño es la misma frase de Clarice Lispector que daba la bienvenida
en la gacetilla anterior. “Si recibo un regalo hecho con cariño por una persona
que no quiero… ¿Cómo se llama lo que siento?”
Al comienzo vemos a tres
jóvenes echados en el pasto. La única mujer entre ambos se articula como el eje
del placer, si bien seduce con cierta indiferencia. Ellos compiten por ella,
por demostrarle algo, como lo harían dos animales machos de alguna especie por
la hembra en celo.
La relación con el otro se
dispara desde el relato de un texto y sucede por antropofagia con una gallina, símbolo
de fertilidad y maternidad. Una maternidad que engulle al otro, que se une devorándolo,
que incorpora así el objeto amado.
De alguna manera, esto está
presente en el corazón de la dramaturgia de la obra: el amor ligado al dolor.
También juega con un
erotismo devorador animal que roza esa sensualidad salvaje de la chancha[1] a la que Mayra Bonard le
puso más que el cuerpo hace ya mucho tiempo.
Ahora nos encontramos en un
espacio artificial pero que emula a la naturaleza. ¿Será ese paisaje una
premonición de un futuro no demasiado feliz en el que el amor se licua en medio
del pasto de plástico? Lo cierto es que más allá de la escenografía y la
iluminación que crean esas atmósferas cinematográficas, el protagonismo está en
los cuerpos y las voces.
Ella cuelga papeles como
ropa, como notas a secar, como apuntes para recordar algo más adelante. Ellos
quieren conquistarla sin conseguirlo. Pero la puesta en escena de sus vínculos
se desarrolla encontrando maneras de relacionarse. Son niños, son amantes, son
hermanos, son amigos. Son actores, performers, bailarines, son personas, son
cuerpos que despliegan su carnadura en acciones.
Alternativas que oscilan
siempre en la tríada, en ese desequilibrio del tres que es a su vez, padre,
madre e hijo. El corte no existe y lo
promiscuo no es un juicio valedero. El autoerotismo aparece para que la
satisfacción se concrete de alguna manera, para no hundirse en el vacío de la
ausencia del otro.
Las acciones transcurren entre
danza, canciones, textos, música. En esa puesta fotográfica, el despliegue de
los intérpretes se desarrolla evadiendo definiciones cerradas. La propuesta despliega,
como performance, como acto escénico, sensaciones y metáforas, en las que el
amor, la perversión y el erotismo están cubiertos de un halo de dolor que nos
trae a la realidad de la vida.
A esa oscuridad necesaria
para poder ver las estrellas.
Qué: Cariños
Quién: Autoría: Mayra
Bonard, Victoria Carambat, Federico Fernández Wagner, Ignacio Monna.- Idea y
Dirección: Mayra Bonard.- Intérpretes: Federico Fontan, Damián Malvacio, Rocío
Mercado.- Vestuario: Cecilia Alassia.- Escenografía: Luciano Stechina.- Diseño
de luces: Gonzalo Córdova.- Canciones: Diego Frenkel.- Música: Jane Birkin,
Villa Diamante, Von Sudenfed, Diego Vainer.- Fotografía: Robert Bonomo.-
Asistencia de dirección: Paula Palomo.- Producción: Marlene Nordlinger.-
Colaboración artística: Ezequiel Matzkin.- Dirección vocal: Diego Frenkel.-
[1] Escena de la obra Todos contentos, del grupo de danza independiente El
Descueve, del que Bonard fue integrante fundadora.